Cultura

Elena Garro, de la luz a las tinieblas

La novela, que acaba de ser reeditada, fue un debut consagratorio en 1963. Pero la gloria duró poco. A partir de 1968 la escritora mexicana chocó con la ‘intelligentsia’ de su país y se volvió una apestada que no logró en vida el reconocimiento que merecía.

 

Por Jorge Martínez

Una nueva edición de “Los recuerdos del porvenir”, la extraordinaria novela de Elena Garro, ofrece la oportunidad de reencontrarse con el talento descomunal de la escritora mexicana y revisar algo de su ingrato destino literario y la vida desdichada que debió sobrellevar.

El libro, publicado en 1963 y enseguida galardonado con el Premio Xavier Villaurrutia, estuvo a punto de no ver la luz. Garro quiso quemar el manuscrito y fue Helena, la hija que había tenido en su tormentoso matrimonio con Octavio Paz, quien lo rescató in extremis, para gloria de las letras hispanoamericanas.

Hoy es un clásico indiscutido pero arrastra, como su autora, la carga de haber quedado en un segundo plano frente a otras obras significativas del mucho más llamativo boom latinoamericano, de las que fue exacto contemporáneo.

Al menos no se discute ya que sus páginas encierran, junto a las de Juan Rulfo, las primeras muestras convincentes de lo que después dio en llamarse, con generoso alarde publicitario, “realismo mágico”.

Algunos han visto en Garro (1916-1998) a la mera precursora de ese universo narrativo (que ella luego detestó), mientras que otros entienden que sus libros no solo prefiguraron, sino que contienen la sustancia misma de lo que años más tarde explotaría con “Cien años de soledad”. En apoyo de los segundos pueden hallarse en “Los recuerdos del porvenir” numerosos párrafos y escenas que dejan un perceptible relente macondiano.

Lo cierto es que Garro jamás formó parte del boom ni de sus lucrativas repercusiones comerciales. No apareció en los ensayos canónicos de Luis Harss o Emir Rodríguez Monegal. Ninguna campaña de prensa la ensalzó en el resto del continente como a Cortázar o García Márquez, ni fue “redescubierta” como ocurrió con Lezama Lima, Asturias o Marechal. Su fama apenas si trascendió las fronteras de su país y sus libros no integraron el catálogo de las editoriales de moda, ya fuera en América o en Europa. (Se afirma que Carlos Barral rechazó publicar “Los recuerdos del porvenir”, que en México editó el sello Joaquín Mórtiz y sólo gracias a la intervención de Octavio Paz).

El eclipse

A partir de aquella fabulosa primera novela, el nombre de Garro se fue desdibujando casi hasta desaparecer, aunque su obra siguió creciendo y multiplicándose en el período más sombrío y paranoico de la vida de la escritora.

Más de un motivo pueden explicar las causas del eclipse, pero en el siglo XXI las explicaciones pasaron a estar dominadas por la mirada feminista, que ha hecho de Garro una víctima más del patriarcado. Lo cual tiene su dosis de verdad, pero una verdad incompleta, como lo demuestra “Debo olvidar que existí” (2017, reeditado en 2023) el excelente retrato biográfico que trazó el periodista mexicano Rafael Cabrera.

Garro nunca se identificó con el feminismo. Se declaraba monárquica, admiradora del zarismo ruso, católica reaccionaria y anticomunista profesional. Al mismo tiempo, en su vida y en su literatura abundaron las críticas al machismo y los gestos de rebeldía contra el poder masculino, rasgos que son muy evidentes en “Los recuerdos del porvenir”, ahora reeditada (Alfaguara, 352 páginas) con un apéndice que incluye valoraciones de Gabriela Cabezón Cámara, Isabel Mellado, Lara Moreno, Guadalupe Nettel y Carolina Sanín.

De la galería de personajes de habitan el pueblo imaginario de Ixtepec, son dos mujeres las que parecen tener mayor protagonismo: Julia, la amante esquiva del general Francisco Rosas, e Isabel, la joven que se le entrega para apaciguarlo.

Las dos son víctimas del tiránico general que se adueña del pueblo en los años de la “guerra cristera” (1926-1929) pero a la vez ejercen un misterioso poder sobre él, que enloquece porque ninguna de ellas llegará a someterse al extremo imposible de amarlo y olvidar los previos amores de su pasado.

Los traidores

El del sometimiento de las mujeres, aunque central, no es el único tema del libro. La política tiene mucho peso también. Garro siempre fue una admiradora de las primeras etapas de la Revolución mexicana y una dura crítica de los dirigentes que, a su juicio, traicionaron los cambios sociales que decían promover, como la reforma agraria y la mejora de la situación de los indios y los pobres.

El general Rosas es un representante de esos caudillos que fueron cambiando de bando en las luchas revolucionarias y a fines de la década de 1920 terminaron prohibiendo el culto religioso y persiguiendo con saña a sacerdotes y feligreses.

Ese conflicto campea en la segunda mitad de la novela y el narrador lo define con esta explicación maliciosa: “Había intereses encontrados y las dos facciones en el poder se disponían a lanzarse en una lucha que ofrecía la ventaja de distraer al pueblo del único punto que había que oscurecer: la repartición de las tierras”.

Otra de las preocupaciones de la novela es la reflexión sobre el tiempo. Quien mejor la expresa es el narrador de la historia, el propio pueblo de Ixtepec, la más llamativa innovación de la obra.

Este narrador es el pueblo en sentido geográfico o topográfico y habla en primera persona (“Aquí estoy, sentado sobre esta piedra aparente”, expresa en la inolvidable frase del arranque). Pero también es la reunión del conjunto de sus habitantes, pasados, presentes y futuros, a los que congrega en un plural que los abarca a todos.

En Iguala

Elena Garro dedicó la novela a su padre español, José Antonio Garro, quien fue el gran mentor en la infancia que transcurrió en el poblado de Iguala (modelo de Ixtepec).

Tercera de cinco hermanos, allí se formó leyendo a los clásicos griegos, latinos, españoles, ingleses y alemanes, y escuchando las conversaciones del entorno paterno, que hablaban de Einstein pero también de budismo y espiritismo. “Me enseñaron la imaginación, las múltiples realidades, el amor a los animales, el baile, la música, el orientalismo, el misticismo, el desdén por el dinero”, contaría más tarde.

En la novela el tiempo es circular y a veces puede detenerse, como sucede en el final de la primera parte. El padre de Isabel, Martín Moncada, es el más sensible a esas curiosas alteraciones. “Para él, los días no contaban de la misma manera que contaban para los demás… Luchaba entre varias memorias y la memoria de lo sucedido era la única irreal para él”. Su hija creía que todos tenemos dos memorias: la que recuerda el pasado y la que recuerda el porvenir. Hacia el final de libro confesaba a su amante-captor: “Yo antes vivía en las dos y ahora solo vivo en la que me recuerda lo que va a suceder”.

La violencia en Ixtepec tiene mucho que ver con esta inquietante concepción del tiempo, a la que se busca revertir con traiciones, ahorcamientos y matanzas. “Como en las tragedias -reflexiona el narrador-, vivíamos dentro de un tiempo quieto y los personajes sucumbían presos en ese instante detenido. Era en vano que hicieran gestos cada vez más sangrientos. Habíamos abolido el tiempo”.

Violencia y política se cruzaron muchas veces en la vida de Elena Garro. Su nacimiento mismo ocurrió entre exilios y persecuciones. En 1937, con 20 años y recién casada con Octavio Paz, viajó a España para apoyar a los republicanos pese a la desconfianza que ya le generaba el comunismo, según lo atestiguan sus divertidas y agudas “Memorias de esa experiencia”. Dos años más tarde nació su única hija, Helena.

Alta, delgada, rubia, inteligente y muy bella, Garro había estudiado literatura, teatro, baile y fue coreógrafa. Después ejerció el periodismo y acompañó a Paz por el mundo en sus destinos diplomáticos mientras duró ese matrimonio mal avenido con un hombre genial y ambicioso del que ella siempre habló pestes (se divorciaron en 1959). En el medio vivió un amorío con Adolfo Bioy Casares, al que había conocido en París a fines de la década de 1940. Fruto tardío de esa aventura sería la novela “Testimonios sobre Mariana” (1981), otra obra extraordinaria.

En 1958 se conoció su primer libro, la pieza “Un hogar sólido”. En 1963 publicó “Los recuerdos del porvenir” y, al año siguiente, los cuentos de “La semana de colores”, que incluye el clásico “La culpa es de los tlaxcaltecas”.

Esta profusión literaria coincidió con un mayor activismo público: Garro se convirtió en airada vocera de la población indígena del país y se acercó a los dirigentes de una incipiente ala reformista del PRI que pretendían atenuar el monopolio del partido único mexicano, que ella no cuestionaba de manera radical.

El 68

En eso andaba cuando llegó el mes de octubre de 1968. Un estudiante la acusó junto a otros de haber sido la inspiradora de las recientes protestas que habían sido reprimidas a sangre y fuego en la Plaza de Tlatelolco. Garro se defendió y pasó de acusada a acusadora. Convocó a la prensa y denunció una gran conjura urdida por la intelligentsia del país.

“Los intelectuales son los culpables -disparó ante los periodistas, tal como recuerda recuerda el libro de Rafael Cabrera-. Yo culpo a los intelectuales de ser los verdaderos responsables de cuanto ha ocurrido. Esos intelectuales de extrema izquierda que lanzaron a los estudiantes a una loca aventura, que ha costado vidas y provocado dolor en muchos hogares mexicanos. Ahora como cobardes, pues son unos cobardes, se esconden…”.

Entre los acusados, según la prensa, estaban los filósofos Ricardo Guerra y Luis Villoro (padre del escritor Juan Villoro); el político Jesús Silva Herzog; los escritores Rosario Castellanos y Carlos Monsiváis; y los pintores José Luis Cuevas y Leonora Carrington. Cabrera desenterró en su libro informes confidenciales de la policía mexicana en los que se consigna que Garro también habría incluido en esa lista al escritor español exiliado Max Aub, al argentino Luis Guillermo Piazza y al editor Arnaldo Orfila Reynal, fundador de la editorial Siglo XXI. Pero nunca se aclaró si la escritora dio verdaderamente esos nombres.

Garro había pateado un hormiguero. Sus declaraciones desataron un escándalo nacional y la hundieron a ella y a su hija en un frenesí de paranoia no siempre injustificada ya que, en efecto, existieron amenazas, seguimientos, escuchas y espionajes varios. La izquierda cultural mexicana jamás le perdonó la denuncia.

A partir de entonces, y por el siguiente cuarto de siglo, las Garro vivieron escapando de casa en casa, refugiadas en hoteles y conventos, vendiendo muebles, cuadros y joyas para juntar dinero hasta que al final emigraron a Estados Unidos primero y luego a Europa. El resto de su obra, que se reanudó en 1980 con los relatos de “Andamos huyendo Lola”, reflejaría ese clima opresivo, asfixiante.

“Elena Garro, como su obra, brilló en su primera etapa como un sol, y después del eclipse de octubre de 1968 se dedicó a explorar y narrar las tinieblas”, escribió Cabrera.

En 1993 pudo volver con su hija a México para recluirse en una casa en Cuernavaca atestada de gatos (su absorbente pasión otoñal) donde se la pasaba fumando y recibiendo cada tanto a periodistas y críticos literarios. Murió en 1998, cuatro meses después que Octavio Paz, su gran enemigo.

Hasta el final debió sufrir el trauma de 1968 y las repetidas acusaciones de paranoia, mitomanía y locura. Por suerte, hoy se la reconoce como lo que también fue: una mujer ingobernable y contradictoria y una escritora fuera de serie.

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